Avellaneda, el presidente que murió en el mar

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    La salud de Nicolás Avellaneda nunca fue la mejor. Ya en sus días de mandatario, se lo veía cada vez más apagado y cuando terminó su mandato, su salud se suiguió deteriorando.
    Apareció en su organismo el temible Mal de Bright, como se denominaba la insuficiencia renal crónica, y contra ella no existían remedios: faltaban muchos años para que se inventara la diálisis.

    En ese estado, el ex presidente prosiguió sus servicios al país, en funciones nada livianas. Había sido elegido senador nacional por Tucumán, cargo que desempeñaba simultáneamente –por autorización del Congreso- con el de rector de la Universidad de Buenos Aires, nada menos. La dolencia se acentuó al iniciarse 1883. Prefirió salir de Buenos Aires y refugiarse en su quinta de Temperley.

    A principio de 1884, pide licencia al Senado para faltar durante todo el año. Entre julio y octubre, estará en Tucumán y en las termas de Rosario de la Frontera, ilusionado con una mejoría que no se produjo. Volvió entonces a Buenos Aires y, con gran esfuerzo, se reintegró al Senado. Pero en junio presentó su renuncia a la banca: no la aceptará la Cámara y le dará licencia por tiempo indeterminado. Tampoco se admite su renuncia al rectorado de la Univerdad.
    El 9 de junio, se embarca rumbo a Europa, en el vapor “Río Negro”, con su esposa Carmen Nóbrega y sus hijas. Los médicos de Francia son su última esperanza. Llega a Burdeos y sigue en tren a París. Allí lo esperan Carlos Pellegrini, Aristóbulo del Valle, José C. Paz y Martín García Mérou.

    A poco de llegado empezaron las visitas a los médicos más destacados. Lo acompañaba el doctor Luis Güemes. Avellaneda sufría extraños y repentinos ataques de sueño y, en la conversación, a duras penas podía lucir esa cáustica y elegante verbosidad que una vez oída no se olvidaba en la vida.

    Lo atendía un médico de renombre, el profesor German Fee. Como no se registraba ninguna mejoría. en algún momento pensó tentar suerte con los médicos de España, pero cambió de idea y quedó como en un punto muerto: no había nada ya que hacer en París, pero tampoco se decidía a volver, como era propósito de la familia.

    Aristóbulo del Valle lo convenció de “la necesidad que tenía el país de contar con un hombre como él en las actuales emergencias políticas”, y acordaron viajar juntos.

    El 5 de noviembre, los Avellaneda y Del Valle se embarcaban rumbo a Buenos Aires, en el vapor “Congo». Durante el viaje, a pesar de las protestas de su esposa y de las hijas, Avellaneda practicaba toda clase de desarreglos en su alimentación.

    El 12 de noviembre, su decaimiento fue muy visible. Pero de todos modos se paseaba por la cubierta del “Congo”. El martes 24 se agravó.

    El 25 subió a cubierta y almorzó a media mañana. Hacia las once, tuvo un desvanecimiento que obligó a bajarlo al camarote. Nada podía hacer el médico Ramaugé, quien lo venía asistiendo. Recibió la extremaunción de manos del padre Letamendi.

    Sin perder en ningún momento su lucidez, a las 5 y 45 de la tarde, a la altura de la isla de Flores, murió.

    Su viuda vistió el cadáver y lo cubrió con la Bandera Argentina. Un rato antes, Ramaugé y el médico de a bordo lo sometieron a un embalsamamiento provisorio, inyectándole, en la vena carótida, las sustancias apropiadas.

    El 27, el barco llegaba a Montevideo. Allí esperaban su hermano Marco Avellaneda, el ministro Benjamín Victorica y un gran número de personas que habían viajado apresuradamente desde Buenos Aires.

    Al llegar la embarcación al muelle, avanzaron el presidente Julio Argentino Roca, con sus ministros Carlos Pellegrini, Eduardo Wilde, Francisco J. Ortiz y Benjamín Paz. Detrás, venían los miembros de la Suprema Corte y del Congreso, los jefes militares y demás notables.

    Fuente: https://www.lagaceta.com.ar/nota/789971/actualidad/muerte-avellaneda-mar.html

     

     

     

     

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