El presidente electo de Estados Unidos Herbert Hoover en Argentina

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    Hacia fines de 1928 el presidente argentino Hipólito Yrigoyen recibió en su despacho al presidente electo de los Estados Unidos, Herbert Hoover. Lo había esperado en la estación marítima.
    En medio de los vítores a Hoover y a Yrigoyen hubo quienes clamaron «¡Nicaragua! ¡Nicaragua!». No faltó en los círculos opositores quien insinuó que la presencia de los que querían manifestar su adhesión a César Augusto Sandino había sido promovida por el presidente.
    Yrigoyen planteó al futuro mandatario de la Unión la preocupación del gobierno argentino y de todos los gobiernos de América del Sur por el desconocimiento de la soberanía en aquellos países en los cuales los intereses de los ciudadanos de la Unión no fuesen, a juicio de los interesados, suficientemente protegidos por las leyes y las autoridades locales. Expuso también la gravedad de una tesis internacional que hacía peligrosa la incorporación del capital privado norteamericano a la economía interna de otras naciones, expresando la expectativa despertada en la opinión del continente sobre si las teorías y procedimientos enunciados y aplicados por el gobierno de la Unión a ciertos países de América, constituían o no principios y prácticas definitivamente incorporados a su pensamiento diplomático como normas de sus relaciones internacionales.
    Hoover respondió que las intervenciones norteamericanas en algunos países no se habían resuelto para proteger intereses económicos, sino en defensa de la vida de sus conciudadanos, tan desprovistos de protección efectiva como lo demostró el hecho que centenares de ellos habían sido víctimas de las turbulencias que agitaban a los Estados; por esa razón debieron ser intervenidos por el gobierno y las tropas de Estados Unidos.
    Se refirió Yrigoyen a las manifestaciones oficiales del presidente Coolidge y Hoover respondió que la Unión se había visto obligada a proceder por razones circunstanciales, obedeciendo desde luego a sentimientos humanitarios evidentes y a conceptos personales que puso en acción; pero que ello no significaba que esos conceptos personales fuesen una doctrina aceptada por el gobierno de la Unión, ni mucho menos por el pueblo americano, que repudiaba categóricamente la política intervencionista, que, indudablemente, no sería continuada en el futuro. En el transcurso del diálogo afirmó que en el pueblo norteamericano era impopular la política intervencionista y que podía declarar que esa política había cesado y que el gobierno americano no intervendría más en la vida interna de otros países, por respeto a su soberanía y por el reconocimiento de su pleno derecho a manejar sus propios destinos.
    En el banquete ofrecido al visitante, Yrigoyen se expresó así: «La Argentina —por qué no decir la América y el mundo?— espera que vuestra nación, ya en el cénit de su engrandecimiento, en la cumbre misma de su pujanza y de su expansión, irradie altos valores espirituales y pacifistas, como el que llevara a vuestro insigne presidente desaparecido, a convocar en Ginebra —después de la trágica hecatombe de la civilización contemporánea— a todos los pueblos, para que, como bajo el santuario de una solemne basílica, reafirmaran para las naciones, el precepto eterno y luminoso que el divino Maestro promulgó: <.

    Al inaugurarse en 1929 el servicio telefónico entre la Argentina y los Estados Unidos, Yrigoyen se dirigió nuevamente al presidente Hoover:

    «Pero tengo que decirle, cada vez más acentuado mi convencimiento, que la uniformidad del pensar y sentir humanos no ha de afirmarse tanto en los adelantos de las ciencias exactas y positivas, sino en los conceptos que como inspiraciones celestiales deben constituir la realidad de la vida, puesto que cuando creíamos que la humanidad estaba completamente asegurada bajo sus propias garantías morales, fuimos sorprendidos por una hecatombe tal, que nada ni nadie podría referirla en toda su magnitud. Ante semejante catástrofe era justamente imperativo creer que sobre ella recaería la más profunda condenación, señalando el renacimiento de una vida más espiritual y más sensitiva. Por lo que sintetizo, señor presidente, esta grata conversación, reafirmando mis evangélicos credos de que los hombres deben ser sagrados para los hombres, y los pueblos para los pueblos; y en común concierto reconstruir la labor de los siglos sobre la base de una cultura y una civilización más ideal, de más sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de la divina providencia». . .

    Se aferraba así a su ideal americanista y humanista y no vaciló en asumir la defensa de los países del área castellana ante el representante del poderoso país del norte.
    Cuando se produjo una disputa de límites entre Bolivia y Paraguay, ofreció su mediación, «esencialmente amistosa y en carácter de amigable componedor».

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