Se prohíben las corridas de toros en Buenos Aires

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    Continuando la tradición hispana, los conquistadores llevaron a las colonias americanas su pasión por las corridas de toros, pero el pueblo de Buenos Aires no tuvo la densa y vibrante experiencia de otras ciudades de América española, pero no pudo ser ajeno a este fenómeno popular y aplaudió corridas durante más de dos siglos (1609 a 1819).

    Este espectáculo de las “corridas de toros”, fue presentado por primera vez en Buenos Aires 11 de noviembre de 1609, cuando un grupo de toreros españoles, en un improvisado rodeo armado en la Plaza Mayor, frente al Cabildo,  realizaron “su faena” como parte de un espectáculo presentado cuando Hernando Arias de Saavedra, era teniente gobernador de la ciudad. Más tarde, durante todo el siglo XVIII, las coronaciones, los cumpleaños de los reyes y otras fiestas importantes daban motivo para la lidia de toros. Por ejemplo, en 1759, en homenaje a Carlos III, se realizaron seis días de toreo en los que se mataron 150 toros.

    El toreo, considerado hoy en el ámbito hispanoamericano, como una actividad reprobable y cruel, era un espectáculo secularmente tradicional, de clamorosa resonancia popular y núcleo de un rico complejo folclórico cuya “cultura” comenzaba con el empleo de un vocabulario propio  y se gestaba en las haciendas rurales dedicadas a la cría de los animales de lidia, para irrumpir con una explosión de sonidos y colores en la ciudad.

    Se cantaba a la audacia de los toreros y a sus técnicas y “pases”. Se aplaudía al toro que se negaba a amansarse, Se contenía el aliento cuando “el espada” se preparaba para el golpe mortal y explotaba en vítores, aplausos y revoleo de almohadones, cuando la estocada certera, derrumbaba esos 600 kilos de coraje. El espectáculo y sus “condimentos” no era propiedad de una clase social. Ricos y pobres se emocionaron, gozaron, rieron y lloraron con las corridas.

    Las  Plazas de Toros de Buenos Aires.

    El centro neurálgico del espectáculo taurino, era sin duda, la plaza misma. Efervescente mundo donde se muestran los protagonistas del espectáculo, con las suertes y técnicas, la baquía y el arrojo, la elegancia y el constante riesgo de la vida. Las ondas folclóricas abarcan también los más dispares campos, desde la indumentaria a las supersticiones, de los cantares a los refranes, y se extienden a vastos sectores, no sólo populares, como lo prueban, por ejemplo, las “proyecciones” artísticas en niveles poéticos y plásticos.

    En 1791, el virrey Nicolás Arredondo llevó los toros a la nueva Plaza de Monserrat, y ésta fue la primera Plaza de Toros que tuvo Buenos Aires. Fue construida por el carpintero Raimundo Marino, en el llamado “hueco de Monserrat”, actual manzana comprendida entre las calles Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de Irigoyen. Tenía capacidad para dos mil personas y las autoridades se instalaban en los balcones de la casa de la familia Azcuénaga.

    Alrededor de este circo se fueron estableciendo pulperías, casas de juego y posadas frecuentadas por carreteros, changarines, negros esclavos y libertos, a los que pronto se sumaron  malvivientes, vagos y prostitutas que poblaba las noches de sus alrededores, tornando el lugar, de pintoresco a muy peligroso. No por nada el pasaje que conducía a la plaza, era conocido como la “calle del pecado”.

    Los toros, bestias bravas que eran traídas desde Chascomús, muchas veces se espantaban y provocaban corridas entre los vecinos del lugar, hasta que en 1799, la repetición de estas molestias,  decidieron al virrey Avilés la demolición de esta primera plaza de toros.

    Recién a principios de mayo de 1800, siendo ya virrey, Joaquín Del Pino,  el Cabildo, ordenó la construcción de una nueva Plaza de Toros para reemplazar a la demolida, utilizando fondos que estaban destinados al empedrado de la ciudad.  Estaba ubicada en la plaza del Retiro, hoy Plaza General San Martín, en el espacio comprendido entre las calles Maipú y Esmeralda, el mismo lugar donde hasta 1739, había funcionado el mercado de esclavos. Se le encargó el trazado de los planos correspondientes al arquitecto y marino español Martín Boneo. Las obras se iniciaron de inmediato, fueron inauguradas el 14 de octubre de 1801 y  ésta será la segunda Plaza de Toros que se instalará en Buenos Aires.

    Era una imponente construcción de forma octogonal, de estilo morisco colonial con capacidad para 10.000 espectadores (que resultaba escasa en muchas oportunidades por la gran cantidad de personas que querían ingresar a los espectáculos que allí se ofrecían) y tuvo un costo final de 42.000 pesos. Su exterior era de mampostería revocada con cal y desde sus niveles superiores se dominaba la ciudad. Disponía de todas las comodidades de sus similares de España: palcos en la parte alta, guardabarreras, burladeros y hasta una capilla.

    La entrada  para presenciar “las corridas”, costaba entre dos y tres pesos. El interior era de madera, incluyendo los palcos y las gradas, que además estaban rodeadas por una ancha doble galería, que con  la barrera interior, también de madera, formaba una circunferencia. Algunos de esos palcos estaban reservados para familias “distinguidas” y para garantizarles su privacidad, tenían puertas y llaves para su exclusivo uso. Un documento de 1805 informa  que «la Plaza de Toros de Buenos Aires excede en hermosura y firmeza a cualquiera de Europa» y allí, a metros de la hoy Plaza San Martín, fue donde actuaron toreros argentinos y algunos famosos llegados de España y otras ciudades la América española

    La calle Florida, ya empedrada en esos tiempos, era el camino más utilizado para llegar a la plaza. y así en el Telégrafo Mercantil se anunciaban los espectáculos: “El jueves 12 del corriente, en celebridad del cumpleaños del Rey nuestro Señor, se dará una corrida de toros, habiendo ido a buscarlos Mariano Ponce al Rincón de Noario, más allá del Salado, de donde siempre han salido buenos”. “Se lidiarán 12 toros si el tiempo lo permite”.

    Finalmente, el 14 de octubre de 1801, se hizo la inauguración, evento para el que se organizó una gran fiesta en honor del príncipe de Asturias que cumplía años ese día y durante años constituyó uno de los mayores centros de reunión de los porteños y allí  concurrían asiduamente Cornelio Saavedra, Mariano Moreno y Juan José Paso entre otros, más  otros miembros de la Primera Junta en 1810. De algunas características del espectáculo da idea este anuncio publicado en el “Telégrafo Mercantil”: “El jueves 12 del corriente, en celebridad del cumpleaños del Rey nuestro Señor, se dará una corrida de toros, habiendo ido a Mariano Ponce  a buscarlos  a más allá del salado, de donde siempre han salido buenos. Se lidiarán 12 toros si el tiempo lo permite.”

     

    En 1807, durante la segunda invasión de los ingleses, esa Plaza de Toros fue escenario de duros combates. Sirvió como baluarte para los defensores de Buenos Aries y fue allí donde se rindió el general Whitelocke. Las huellas del enconado combate la dejaron maltrecha. Sus muros quedaron en muy mal estado y desde entonces comenzó su decadencia que, sumada a las críticas de los opositores a estos espectáculos, auguraban su inminente desaparición. Destino final que le esperaba, no sólo por la crueldad de los espectáculos taurinos que allí se ofrecían,  sino, porque la descomunal construcción, había convertido algunas calles en callejones destinados al pasaje de las bestias hacia el toril (cuyas estampidas, pese al pánico fugaz, gozaban los vecinos), por la noche, adquirían una auténtica, pero sórdida fisonomía,  aptos para medro de un mundo digno de la novela picaresca. Vagos y truhanes, ladrones y “mujeres de vida aireada”,  vivían como en su salsa a la sombra y en los recovecos de la Plaza de toros (por algo se conoció a ese lugar, como “la Calle del Pecado”),

    Sin tener en cuenta las críticas que demandaban el fin de estos espectáculos, a fines de 1807, el Cabildo de Buenos Aires ordenó la reparación de los desperfectos sufridos en la Plaza de toros del Retiro, donde se atrincheraron españoles y criollos durante la segunda invasión inglesa y en recuerdo del triunfo sobre los británicos, se dio a la plaza el nombre de “Campo de gloria”. Así, pese a las críticas, se le hicieron algunas reparaciones y  siguieron las corridas. El 11 de marzo de 1817 hubo corridas gratis para el  pueblo, en celebración del triunfo de Chacabuco y concurrieron seis mil personas. Finalmente, en 1818 el Cabildo decidió volver a demoler la plaza como reacción antiespañola y la orden del Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón, que en 1819 las suprimió a instancias del gobernador-intendente interino EUSTAQUIO DÍAZ VÉLEZ, invocando el estado ruinoso en que se hallaba y la falta de dinero para hacerlo, fue la sentencia de muerte de la plaza de toros del Retiro. Según la opinión de Bonifacio del Carril (“Corridas de toros en Buenos Aires”), en rigor, las razones que se tuvieron para ello  eran políticas y no de seguridad. La Revolución de 1810, no toleraba la existencia de “cualquier vestigio de la barbaridad española” y la Plaza del Retiro era según Félix Luna, “un monumento al oprobio”.

    El 10 de enero de 1819 se realizó la última corrida y el día siguiente comenzó la demolición. En 1820 ya no existía la Plaza de Toros de Buenos Aires, aunque la actividad siguió desarrollándose en forma clandestina. Bartolomé Mitre expresó: «Las corridas de toros, condenadas por la civilización,  fueron abolidas por la revolución argentina, como la inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas”.

    También en las provincias, las  corridas de toros siguieron en forma clandestina, realizándose sobre todo en la provincia de Buenos Aires. En estancias y campos del interior, se reunían los aficionados sin preocuparse demasiado ante la presencia de la autoridad policial, que hacía la vista gorda y no las impedía, hasta que el 4 de enero de 1822, el epitafio legal lo firmó el gobernador de Buenos Aires, coronel Martín Rodríguez, cuando dispuso por decreto, la prohibición absoluta de las corridas de toros en todo el territorio de la provincia de Buenos Aires, bajo severas penas que se aplicarían tanto a los actores, como a los espectadores y aún a los propietarios del lugar donde éstas se desarrollaban.

     

    Fin de las corridas de toros.

    En 1856, una Ley que lleva la firma del Senador José Mármol y que fue promulgada por Dalmacio Vélez Sarsfield, estableció la erradicación definitiva del toreo en estos territorios, expresando en sus considerandos, en un todo de acuerdo con los enérgicos reclamos de Sarmiento y Mitre, que no es de pueblos civilizados estimular esta bárbara costumbre, que afecta la dignidad del hombre y muestra una extrema crueldad hacia los animales.

    Legisladores y gobierno coincidían con la enérgica opinión de Sarmiento  y de Mitre. Sin embargo, no podemos apreciar, por falta de testimonios la conmoción que en el ánimo del pueblo de Buenos Aires habrán suscitado las prohibiciones de  1819 y 1822, pero podemos imaginarnos que ahora con esta prohibición, que será la definitiva, podemos descontar protestas y con certeza nostalgias, evocaciones y recuerdos. Muchos habrán exaltado los rasgos populares y tradicionales que hacen del toreo, el delirio de las multitudes en España y América hasta nuestros días, aunque todos sus panegiristas sin duda reconocerían la decadencia de la plaza del Retiro.

    Finalmente, en 1879, Domingo Faustino Sarmiento, siendo Presidente de la Sociedad Protectora de Animales, frenó un intento de reimplantar las corridas. En 1883, Bartolomé Mitre volvió sobre el tema y dijo: “son condenadas por la civilización argentina. Como la Inquisición, el tormento y otras costumbres abusivas”. En 1946, un “matador de toros” nacido en Buenos Aires, llamado Raul Acha Rovira,  gestionó ante Juan Domingo Perón la posibilidad de traer a dos famosos toreros de aquella época, “Manolte” y “Domingo Ortega”, para que torearan ante el público argentino. Confiando en la aprobación de su proyecto, compró toros en Cádiz y con el traslado ya organizado y casi comenzando las instalaciones que le serían necesarias, le llegó la negativa presidencial, inspirada por gestiones que había hecho la Sociedad Protectora de Animales en tal sentido.

    En el toreo, como en tantos otros procesos culturales, lo encumbrado y palaciego tarde o temprano llega al pueblo, que se apropia a su modo de tales bienes y los marca con el sello de su genio colectivo y anónimo. Así, el espectáculo taurino, con todo el mundo que lo rodeaba, constituyó una de las expresiones folclóricas más complejas y desconcertantes del mundo, capaz por eso mismo, de suscitar tanta repulsión, como fervor.

    Fuente: https://elarcondelahistoria.com/las-corridas-de-toros-en-buenos-aires-11111609-4/

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