El día que el Hombre llegó a la Luna

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El 20 de julio de 1969 la misión estadounidense Apolo 11 colocó a los primeros hombres en la Luna: el comandante Neil Armstrong y el piloto Edwin F. Aldrin. Cuando el módulo Eagle alunizó en el Mar de la Tranquilidad las imágenes en vivo se siguieron en televisión por unas 600 millones de personas.

El 20 de julio de 1969 un astronauta caminaba por primera vez en una magnífica desolación, la Luna. Aún hoy resulta asombroso: dos hombres, Neil Armstrong y Edwin Aldrin, caminando a los tumbos en otro mundo. Mientras su compañero, Michael Collins, los esperaba pacientemente en órbita. Aquel día, el planeta entero se paralizó. La humanidad miraba asombrada la transmisión en sus televisores blanco y negro.

El episodio abrió las puertas a una nueva era espacial. La era en la que el hombre sale finalmente de la Tierra para proyectarse hacia el universo cercano.

La misión 08 fue aquel gran salto para la humanidad. Y lejos de ser un episodio aislado o caprichoso fue el espectacular resultado de casi toda una década de largos y costosos preparativos científicos y técnicos, sueños y esfuerzos, éxitos y fracasos.

Ante semejante avanzada y en el marco de la Guerra Fría, Estados Unidos y su flamante agencia espacial, la NASA, buscaron ganar el terreno perdido. En mayo de 1961, el presidente de los Estados Unidos, J. Kennedy anunció el objetivo nacional de enviar astronautas a la Luna “antes del fin de la década”. Inmediatamente la NASA puso manos a la obra siguiendo un plan largo, complejo y ordenado.

La apuesta de la NASA fue arriesgadísima, y múltiples factores podían haber convertido la misión en un trágico fiasco, ante 600 millones de telespectadores. Aunque al final Armstrong logró dar su «pequeño paso para un hombre, y gigantesco salto para la Humanidad», hoy sabemos que los astronautas padecieron graves dificultades.

El momento más dramático ocurrió durante el delicadísimo descenso sobre la superficie lunar, cuando el ordenador del módulo que pilotaban Armstrong y Aldrin sufrió una sobrecarga, y saltó una alarma. Los astronautas preguntaron a Houston si debían abortar la operación y el centro de control tardó un eterno, angustioso minuto en contestar que ignorasen la alerta. Fue entonces cuando Armstrong se dio cuenta de que el módulo se había desviado del lugar previsto para el alunizaje, y que se dirigían a un inmenso cráter lleno de rocas que podrían destruir las patas de la nave e impedirles salir de allí. Pero el veterano piloto de guerra mantuvo la sangre fría, cogió los mandos del aparato, y logró posar la nave con suavidad en una zona plana y despejada, cuando ya sólo quedaban 30 segundos de combustible.

No es de extrañar, por lo tanto, que cuando Armstrong pronunció las míticas palabras «Houston, aquí Base Tranquilidad, el Águila ha aterrizado», el controlador en Houston confesara que allí estaban «al borde del infarto» y gritó aliviado: «¡Volvemos a respirar!». Así, gracias al valor, el temple y la inteligencia de aquellos pioneros del Cosmos, la visión de Kennedy se hizo realidad, y como dijo Aldrin, la misión del Apolo 11 fue, y será siempre, «un símbolo de la insaciable curiosidad del hombre para explorar lo desconocido».

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